Capítulo
I (continuación)
Del
libro: Hacia la creatividad cuántica
Autora:
Lilia Morales y Mori
En diciembre, las
casas se vestían del ambiente alegre y luminoso de las fiestas navideñas. Los
jardines se llenaban de luces de colores, bellos nacimientos a escala humana,
con su pesebre del niño Jesús, San José y la Virgen, los reyes Magos, los
animales, el riachuelo, los pastores etc. y por supuesto no podía faltar el
enorme árbol hermosamente decorado. Cuando mi maestro llegó a la clase, me
preguntó si quería dar un paseo, como le dije que sí, le pedimos permiso a
Julia para hacer el recorrido por los jardines de la colonia. Antonio y yo,
estábamos admirando unos de los más hermosos nacimientos cuando de repente me
dijo: ¿Te puedo dar un beso? Le contesté que no, ¿Por qué? Porque no. Por
favor, pídeme lo que quieras, pero déjame darte un beso. No, claro que no. En
verdad… pídeme lo que quieras. Después de un rato le dije: ¿Lo que yo quiera…?
Sí, lo que tú quieras. Bueno. Quiero un foquito de ese árbol. ¿Un foquito? Sí.
Sin pensarlo ni un
segundo se trepó en la barda, corrió hasta el árbol y desenroscó un foco. De
inmediato se apagó una sección de las luces, empezó a ladrar un perro y salió
una muchacha dando gritos. Nuevamente en la banqueta, me tomó de la mano y
corrimos como locos. Nos detuvimos a varias cuadras de distancia. Me entregó el
foquito y me dijo, ¿ya te puedo dar el beso? Vi el foquito en mi mano, aún
estaba caliente. Le respondí que no. Ya te di el foco, ¡por qué no! Porqué este
foco es verde y yo quería uno blanco, ¡el de la estrella!
A finales de enero
terminaron las clases. Nunca hablamos del incidente, llegó el día de su
partida, se despidió y se fue a estudiar al extranjero, jamás lo volví a ver.
Una tarde al regresar del colegio, Julia me dio un paquete. Lo habían entregado
de la mensajería. Retiré la envoltura, era una caja envuelta en papel de
regalo, abrí la caja y vi con sorpresa: un foquito blanco y una estrella.
La superficie oculta en la tercera dimensión
Habíamos colocado las
armas en la cajuela del coche y a punto de partir para el campo de tiro, llego
corriendo el amigo de Alex. Era un compañero de la preparatoria que mi hermano
había invitado a nuestras frecuentes salidas de cacería. Nada más alejado de la
realidad, porque de regreso del campo, papá solía comprar a la orilla de la
carretera un par de conejos y algunas codornices para el menú que Julia
prepararía al día siguiente. Mi mamá era enemiga de las armas, le traían
dolorosos recuerdos de la guerra, en cambio mi papá era un apasionado
coleccionista de ellas y ya para esas fechas, tenía en su haber una buena
colección de rifles y pistolas, al menos entonces así me lo parecía a mí.
Ese día estrenábamos
una escopeta Winchester y era la primera vez que haríamos prácticas de tiro al
plato. Después de darnos indicaciones claras y precisas del uso y manejo del
rifle, mi papá fue el primero en dispararle a los discos. Nada mal para ser un
aficionado, pero a fin de cuentas un aficionado de corazón. ¿Crees poder
disparar? Le preguntó mi papá al invitado que de inmediato le contestó: Claro
que sí señor. Rodol nunca había tenido un arma entre sus manos, no obstante él
mismo introdujo los clásicos cartuchos rojos con dorado en el cilindro del arma
y cuando el rifle ya estuvo cargado, y él preparado en la posición adecuada,
esperó la trayectoria del plato, serenamente, sin apuro, apuntó al cielo
sosteniendo con firmeza el arma. ¡Suerte de principiante! dijo mi hermano quién
en su momento, superó en puntería a su amigo.
En mi turno, no lo
hice nada mal. Ese día también realicé un par de disparos al blanco a 500 metros con un rifle,
pero dado el peso del fusil, tenía que apoyar el cañón sobre el pedestal, ya
que para mí frágil cuerpo de escasos catorce años, el arma me resultaba
desproporcionada. Era una hermosa Springfield .30-06 de puntiagudos cartuchos
dorados a la que mi papá le había adaptado una mira telescópica. En cambio el
rifle 22 me resultaba más cómodo, conocía muy bien el enfoque de la mira y
puedo decir con honestidad, que tenía muy buena puntería.
Cuando llegamos a
casa le entregué a Julia los conejos y los pichones, como siempre los revisó
minuciosamente, ¿algún día me tocará limpiar un animal con agujero de bala? Me
sonrió con cierta complicidad y yo le guiñé el ojo, tal vez, le dije, no hay
que perder las esperanzas. Mi papá, mi hermano y su amigo, habían iniciado el
tedioso ritual de desarmar, limpiar y aceitar las armas, como en esa ocasión me
suplía en dicha labor Rodol, yo me encerré en mi habitación para iniciar un
asunto que me había estado rondando en la mente desde hacía un par de días.
Con anticipación
había tomado de la alacena un jabón blanco, de los que se usaban en casa para
hervir la ropa, era muy suave de cortar y por sus medidas, me permitió hacer un
cubo perfecto de 5x5 centímetros que pinté de rojo (figura 21A). Tomé el cubo y
lo corté longitudinalmente, justo en el centro. Sin separar las dos piezas,
giré el cubo y lo volví a cortar justo por el centro. Uní las cuatro piezas con
un cordel, giré nuevamente el cubo y finalmente realicé un tercer corte,
también justo en el centro (figura 21B).
Ahora tenía en total
ocho pequeños cubos (figura 21C). A continuación volví a construir el cubo
original pero cuidando que la superficie de color rojo quedara oculta en el
interior del cubo. Efectivamente, tal
como lo había imaginado durante varias noches, ahora tenía un cubo totalmente
blanco (figura 21D)
Figura 21 (A,B,C y D). Cortes
tridimensionales de un cubo
Este sencillo
descubrimiento me permitió entender en primer lugar y de forma bastante
objetiva, el sistema de coordenadas cartesianas que estaba estudiando en el
colegio en la materia de matemáticas. Lo veía perfectamente reflejado en la
cara frontal de la figura 20B, que mostraba los dos ejes perpendiculares
cortados en el centro del cuadro. Y para mi sorpresa, me había topado con otro
gran descubrimiento, sin sospecharlo siquiera, estaba frente a un sistema
espacial de coordenadas cartesianas, cuando efectué el tercer corte
longitudinal en el eje “Y” imaginario de mi bloque de jabón.
El hallazgo me llenó
de tal regocijo que durante varios días no pude ocultar dicha emoción, hasta
que una semana después, cuando se lo había enseñado a Julia ya varias veces,
finalmente me preguntó: -¿Y eso para qué sirve? -Me quedé muda. Pensé en mi
interior que no tenía que servir para nada, simplemente era algo muy hermoso.
-Pues… no lo sé, -le contesté casi en voz baja. ¿Crees que deba servir para
algo? -Yo creo que sí… -Tienes razón, ya pensaré en algo.
Algunas semanas
después preparé otro jabón que previamente había pintado de rojo, sólo que en
esta ocasión tenía pensado realizar dos cortes en cada eje longitudinal X, Y y
Z. Ambos cortes serían equidistantes de manera que habría la misma distancia
entre ellos y los vértices del cubo. (figura 22B)
Figura 22. Dos cortes
tridimensionales en un cubo
Después de realizar
el primer corte, tuve la precaución de colorear las caras blancas de color
azul. Cuando hubo secado la pintura, volví a armar el cubo como estaba
originalmente en la figura 21A. había llegado el momento de realizar el segundo
corte tridimensional en los ejes X, Y y Z, estos últimos cortes los dejé de
color blanco. Si mis conjeturas eran ciertas, esperaba encontrar además del
cubo rojo, un cubo azul y un cubo blanco. Y ¡Eureka…! Estaba en lo cierto.
Pasaron más de 30
años para que yo pudiera encontrar una utilidad práctica para mi modelo del
cubo de jabón, hasta entonces me fue posible continuar con el trabajo que yo
había iniciado en mis primeros años de adolescente. El proyecto llevaría de
nombre de “Hipercubo” y el subtítulo de “Apuntes sobre los cortes
tridimensionales del cubo y los juegos derivados de su funcional estructura”,
tema que trataré más ampliamente en los capítulos “Microcosmos en el interior
de un cubo”.
(Continuará)
Nota:
El índice de los capítulos de "Hacia la creatividad cuántica" se
encuentra en el cintillo izquierdo del blog.
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