Capítulo I (continuación)
Del libro Hacia la creatividad cuántica
Autora: Lilia Morales y Mori
Un sábado de un
verano caluroso, mi papá nos llevó a mi hermano y a mí a un tranquilo pueblo de
Nuevo León. Cadereyta era un lugar apacible donde la sombra de los árboles con
su verde fronda, inundaba el ambiente de una agradable y fresca brisa.
Estacionó el coche frente a una logia masónica. La fachada de la pequeña
construcción era blanca con una barda que separaba el breve espacio de un
jardín con la entrada. Sacó de la cajuela algunos libros y a punto de tocar el
timbre, salió un hombre ya mayor a nuestro encuentro. Después de los saludos de
rigor, el señor ayudó a mi papá con algunos paquetes, entramos de inmediato al
edificio.
El interior me
pareció muy amplio y muy iluminado, aunque no recuerdo exactamente de donde
venía la luz que se esparcía por todo el recinto. Yo tenía ocho años y Alex
nueve, él era un niño bien portado, yo en cambio era desesperadamente traviesa.
En el vestíbulo había un par de sillas, mi papá nos pidió que nos quedáramos
sentados haciendo la tarea. No tardaría, ya que solamente iba a entregar los
libros al señor. Ambos se encaminaron a un pequeño salón y después de cerrar la
puerta de la estancia sentí una sensación tan poderosa como un imán, que me
invitaba a adentrarme en el extraño espacio en el que nos encontrábamos.
Ese día traía puesto
un vestidito amarillo de organdí, con una cinta de terciopelo negro en la
cintura que se abrochaba con un ramo de florecillas blancas, la falda del
vestido tenía un gran vuelo como el de las bailarinas que pintaba Edgar Degas.
En mi casa teníamos algunos libros de pintores famosos y ese era uno de mis
favoritos. Me levanté de la silla y me aproximé a las dos columnas que
sostenían cada una en la parte superior una esfera. Veía las esferas en el
momento que me descubrí haciendo un rítmico ruido con mis zapatos nuevos de
charol negro, dando ligeros brincos en el suelo. Mi hermano me chistó un par de
veces, y como no le hice caso, se me acercó, me entregó el cuaderno y mi lápiz
y me susurró casi al oído: papá dijo que no nos moviéramos de la silla, ¡ten,
haz la tarea!
Las columnas me
parecían una invitación al siguiente espacio donde predominaba en el piso un
arreglo cuadriculado en blanco y negro como un tablero de ajedrez. Me sentí tan
pequeña como una pieza del juego y me interné en la cuadrícula, deslizándome
entre los cuadros dando certeros brincos como lo hacían los jugadores con las
piezas. Bordeando el piso, a los lados, estaban alineadas una gran cantidad de
sillas, pensé que eran los espectadores del juego. Después de un rato me senté
en el piso cuadriculado, abrí mi cuaderno y me puse a trabajar.
Cuando mi padre salió
del salón se me quedó viendo. Alex se acercó a él y le dijo. ¡Lilia no obedeció
papá! Inmediatamente me levanté y corrí hacia ellos. ¡Despídanse niños! Ordenó
sin decir más. En el coche preguntó mi papa: ¿hicieron la tarea? Yo sí, dijo
Alex, ¿y tú Lilia? yo también, la hice ayer viernes. ¿Puedo verla? Agregó papá
tomando mi cuaderno que se abrió justo en la página donde había hecho un
dibujo. ¿Tú hiciste esto? Si… contesté, permaneció un rato en silencio sin
apartar la vista del dibujo. Finalmente agregó: ¿me lo regalas? Bueno. Cortó la
hoja, la dobló y la metió dentro de un libro.
Cuando pasamos por la
nevería del parque, cerca de casa, nos compró un helado. El mío era de chocolate.
Al bajar del coche me caí y me ensucié de nieve el vestido con todo y el
ramillete de florecillas. Empecé a llorar, Julia, nuestra cocinera quién además
era mi nana y quién más tarde llegó a significar una parte emocional muy
importante en mi vida, estaba en la puerta, me tomó de la mano, me cambió de
ropa y puso a remojar mi vestido en agua tibia jabonosa. Yo la veía tallar
delicadamente la tela cuando comencé a llorar de nuevo. No llores, nadie va a
notar la mancha. No lloro por eso ¿entonces por qué lloras? Porque le regalé el
dibujo a mi papá. ¿Cuál dibujo? El que acabo de hacer. Pues hazlo de nuevo. ¿Y
si no me queda igual? Inténtalo. Tracé nuevamente el dibujo y se lo enseñé a
Julia (figura 3) ¿Y qué es esto? –preguntó.
Es el tablero de la
logia masónica. ¡Ahhhh! pues te quedó muy bien.
Aunque en ese tiempo
yo no sabía que los símbolos son pictografías con significado propio, había
dibujado la representación perceptible de una idea. Una idea que me trasmitía
algo que yo ignoraba pero que en su conjunto me quedaba claro, era un medio
gráfico de información. La imagen hablaba por sí sola a través de un
planteamiento intuitivo de lo que yo había percibido. De tal modo yo quería
trasmitir mi experiencia visual de una manera equivalente, a través de una
imagen.
Tal vez mi curiosidad
o la capacidad de percepción en mi niñez, me preparaban para desarrollar con el
tiempo un proceso cognoscitivo más elaborado, a través de la información que yo
advertía en ciertas vivencias o entornos, permitiéndome en consecuencia crear
mi propia realidad del mundo y del universo. Una especie de memoria gráfica se
instalaba frente a mí, facilitando el impulso de la creación que a la postre,
me permitiría proyectar las propias representaciones de mis ideas.
(Continuará)
Nota:
El índice de los capítulos de "Hacia la creatividad cuántica" se
encuentra en el cintillo izquierdo del blog.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario